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Natalia Christofoletti Barrenha
Universidad Comenius de Bratislava, Academia de Artes Escénicas de Bratislava
nataliacbarrenha@gmail.com
Traducción de Daniel Maggi
Fecha recepción: 16/07/2022
Fecha de publicación: 31/08/2023
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Este texto busca explorar los dos primeros largometrajes del cineasta argentino Pablo Fendrik, El asaltante (2007) y La sangre brota (2008), con enfoque en los desplazamientos de los personajes por el espacio urbano y las diversas formas de violencia que componen las narrativas. En estas producciones, la ciudad constituye una potente línea de fuerza para percibir la vida social y sus conflictos; no es solo un escenario, sino una pieza fundamental y estructurante. El transitar se configura como elemento organizador de la experiencia y determina la dirección y el ritmo de los acontecimientos. La violencia sobre los cuerpos reverbera en una violencia social más amplia, y los desplazamientos físicos representan la desesperación, la agonía y la falta de salida ante la coyuntura que enfrentan. Así, se analizará de qué modo se construyen las experiencias de transitar y relacionarse en un ambiente hostil que rodea y presiona a los personajes, el ininterrumpido tránsito al que parecen estar condenados y la brutalidad que contamina todas las interacciones.
Palabras clave: El asaltante, La sangre brota, cine argentino, cine y ciudad, violencia.
This article will explore the first two feature films by Argentine filmmaker Pablo Fendrik, The Mugger (2007) and Blood Appears (2008), focusing on the displacements of the characters across the urban space and the various forms of violence that comprise the narratives. In these films, the city constitutes a powerful axis to apprehend social life and its conflicts; it is not only the setting, but also a fundamental and structuring element. The movement is configured as an organising piece of the experience and determines the direction and rhythm of events. The violence against the bodies reverberates in broader social violence, and the physical displacements represent despair, agony and the lack of a way out before the situation they face. I aim to analyse how the film depicts the experience of walking and interacting in a hostile environment that surrounds and pressures the characters, the uninterrupted transit to which they seem to be condemned, and the brutality that contaminates all the relationships.
Keywords: The Mugger, Blood Appears, Argentine cinema, cinema and the city, violence.
Este texto busca explorar os dois primeiros longas-metragens do cineasta argentino Pablo Fendrik, O assaltante (2007) e O sangue brota (2008), tendo como foco os deslocamentos dos personagens pelo espaço urbano e as diversas formas de violência que compõem as narrativas. Nessas produções, a cidade constitui potente linha de força para perceber a vida social e seus conflitos e não é apenas cenário, mas peça fundamental e estruturante. O transitar configura-se como elemento organizador da experiência, determinando a direção e o ritmo dos acontecimentos. A violência sobre os corpos reverbera uma violência social mais ampla, e os deslocamentos físicos representam o desespero, a agonia e a falta de saídas diante da conjuntura que enfrentam. Serão analisados, assim, de que modo são construídas as experiências de transitar e de se relacionar em um ambiente hostil que rodeia e pressiona os personagens, o ininterrupto trânsito ao que parecem estar condenados, e a brutalidade que contamina todas as interações.
Palavras-chave: O assaltante, O sangue brota, cinema argentino, cinema e cidade, violência.
A partir de un breve examen de las películas El asaltante (2007) y La sangre brota (2008), el crítico Horacio Bernades describió a Pablo Fendrik, su director, como el “cineasta de la violencia, la inquietud, lo que no encaja”1. En este artículo, propongo hacer un análisis más profundo de estas películas, los dos primeros largometrajes de Fendrik, justamente desde la violencia, la inquietud, lo desencajado, prestando especial atención al espacio urbano, donde se desarrolla casi toda la acción2.
En estas producciones, la ciudad constituye una potente línea de fuerza que permite percibir la vida social y sus conflictos; no es solo un escenario sino una pieza fundamental y estructurante, especialmente en virtud del constante desplazamiento de sus personajes. El transitar se configura como elemento organizador de la experiencia y determina la dirección y el ritmo de los acontecimientos. La violencia sobre los cuerpos reverbera en una violencia social más amplia y los desplazamientos físicos representan la desesperación, la agonía y la falta de salidas ante la coyuntura que enfrentan.
La violencia aparece en las películas aquí exploradas de diversas formas: a veces no directamente, en la embestida entre individuos, sino en entrelíneas, en gestos y diálogos; en situaciones triviales de las que los personajes no logran escapar. En El asaltante están la violencia del gesto agresor del protagonista (posteriormente resignificada por su carácter de representación) y la violencia a la que se ve sometido debido a las evidentes precariedades de su ambiente de trabajo. En La sangre brota, la violencia se hace presente de manera más enfática, deviene en física y desemboca en la aniquilación del otro, lo que contamina cada aspecto de la historia, a medida que estalla y proyecta sus esquirlas.
Hugo Hortiguera destacó la situación de deterioro o laxitud de los lazos sociales como uno de los elementos que más significativa e insistentemente se ha proyectado en el discurso del Nuevo Cine Argentino3, especialmente a partir de los años 2000. Hortiguera apunta cómo las películas de figuras clave de esta cinematografía —como Pablo Trapero, Adrián Caetano o Marcelo Piñeyro— coinciden en hablar de las fragmentaciones del espacio urbano, un lugar que debería ser de encuentro y convivencia, pero se configura como de profunda disputa. De acuerdo con el autor, en el cine argentino de la primera década del siglo XXI, los espacios urbanos han perdido su estatus como lugares de comunicación cultural e interacción social espontánea, transformándose en territorios de crisis continuas, partidos y llenos de grietas4.
Lo mismo ocurre en El asaltante y La sangre brota, y es a partir de estas temáticas que las encuadraré. Primero, introduciré las películas y detallaré la importancia del movimiento de sus personajes por la ciudad: ¿cuál es el papel de la circulación en estas obras y cómo los personajes atraviesan espacios que no son solo telón de fondo de sus dramas, sino una parte intrínseca de la arquitectura del drama? Enseguida, profundizaré con más detalle cada uno de los largometrajes, entrelazaré los señalamientos de la sección anterior y convocaré referencias del contexto argentino, además de establecer diálogos con nociones de la teoría latinoamericana del cine, como las de resentimiento5 y nomadismo6. En las consideraciones finales, traeré a discusión Hija del sol (2010), cortometraje de Fendrik que condensa de manera ejemplar las propuestas del cineasta discutidas a lo largo del artículo.
En El asaltante, el movimiento ininterrumpido por la ciudad impulsado por una(s) fuga(s) es el eje organizador. El motor de tales persecuciones, que van sufriendo metamorfosis en el transcurso de la trama, no se presenta de forma definitiva. Los desplazamientos no son nada fluidos y se caracterizan por la falta de estabilidad de una cámara en mano que no se despega del protagonista y repercute en su agitación. Además, las interacciones entre actor, cámara y espacio urbano sugieren una experiencia de choque que abre un canal entre la diégesis y el mundo. El actor, perseguido por la cámara, entra en fricción directa e imprevisible con los transeúntes. Esto conjuga lo documental con lo escenificado e incorpora a la película roces propios de la ciudad, a la vez que saca a los peatones de su flujo normal y replica en la calle la urgencia que pone en marcha a la ficción.
Al inicio de la película, los créditos parpadean en la pantalla sobre un fondo negro. En off, una profusión de sonidos se va fundiendo y confundiéndonos: un coche que arranca, música rock que sale de altavoces de mala calidad, el silencio. No es posible imaginar qué ambiente es este y solo después de un jump cut que revela la imagen, observamos, en picado, a un hombre de mediana edad, elegante, solo, que camina lentamente, yendo y viniendo, en una esquina. No hay coches y el susurrar de un árbol que casi nos tapa la visión se junta al canto de pajarillos que toma la calle desierta.
Otro corte y más créditos sobre la pantalla en negro. Nuevamente, se funden algunos sonidos, otros se interrumpen y son sustituidos por ruidos completamente diferentes. Las voces van aumentando de volumen hasta el final de los créditos, cuando nos encontramos de nuevo al hombre de traje. Esta vez, la cámara está muy cerca de él, a la altura de la nuca, y todo el fondo está fuera de foco. Después, esta se mueve en la línea de los hombros y nos permite ver lo mismo que el personaje.
En estas dos primeras apariciones, vemos al hombre de espalda o de perfil y no podemos contemplarlo de manera privilegiada. Primero, parece que lo espían y él es el foco del punto de vista; luego, es él quien parece espiar y ser dueño del punto de vista. Además, no reconocemos los sonidos que lo circundan debido a los varios cortes y fusiones. Esta indeterminación del comienzo se instalará en toda la película: lo que parece ser la matriculación en un colegio termina siendo un robo; el perseguidor se convierte en perseguido; un arma es un juguete; la frialdad cede al descontrol; una fuga se convierte en un rescate y lo que podría ser el padre de un alumno es, en realidad, un asaltante y también un profesor; Alejandro Williams es Carlos Schultz, que es a su vez Ramos. Los sentidos no dejan de moverse.
No solo está la irresolución visual, sonora y narrativa, sino también la espacial, que desorienta y genera suspense. A pesar de los innumerables planos secuencia, la continuidad del espacio es frecuentemente truncada, ya sea por los encuadres inestables, como por las elipsis y los falsos raccords. El espacio termina siempre entrevisto, en fragmentos. De la misma manera, solo hay fragmentos del cuerpo del hombre.
Mientras los pedazos de este cuerpo intranquilo promueven una fijación ansiosa de la mirada —toda vez que los gestos no tienen progresión dramática, sino algo de brusco e imprevisible— y ocupan, literal y permanentemente, el centro del cuadro, los pedazos del espacio urbano siempre los rodean. El desplazamiento genera imágenes fuera de foco que diluyen al cuerpo y lo aglutinan a la ciudad; diluyen a la ciudad y la aglutinan al cuerpo y hacen de estos fragmentos una totalidad que, aunque borrosa e imprecisa, cimienta la relación simbiótica entre ambos.
El cuerpo del asaltante, a pesar de siempre fugaz y fragmentado, es el centro del que irradia toda iniciativa. Es a partir de este que accedemos a las pocas pistas que tenemos. Por sí solo, nos cuenta una trayectoria estremecida por el día a día: del irreprochable señor de traje pasamos al nervioso (aunque exento de cualquier sospecha bajo su ropa recién comprada) deportista y terminamos en compañía del profesor callado e impotente, dueño de gestos cansados y lánguidos, de camiseta sudada y arrugada, atravesado por su desmantelamiento físico. Estas sensaciones, si bien ligadas al cuerpo de Ramos, también las produce una ciudad que se mueve, principalmente porque el caminar de la cámara que sigue al personaje convierte al fondo urbano en una serie de planos abstractos, coloridos e iluminados que causan cierta incomodidad perceptiva (Figura 1). La ciudad termina mimetizando el andar del profesor-asaltante.
Figura 1. En las imágenes borrosas de El asaltante, el cuerpo es absorbido por la ciudad y la ciudad es absorbida por el cuerpo.
Sin guion y con argumento basado en una noticia de periódico, equipo reducido, pocos días de rodaje y cámara prestada, El asaltante fue una especie de ejercicio tanto para desahogar la ansiedad de filmar como para probar ideas sobre la creación de tensión y de ciertos climas mientras Fendrik esperaba financiamiento para La sangre brota, que estaba planeada para ser su ópera prima7. La realización de El asaltante de manera independiente en medio del proceso de La sangre brota resultó en diversos puntos de contacto entre ambas películas, estética y narrativamente, aunque en la última la escala de producción se haya multiplicado de forma exponencial: se hizo en coproducción con Alemania y Francia, pasó por diferentes laboratorios de desarrollo de proyecto, tuvo un guion muy trabajado y un equipo tres veces más grande.
En La sangre brota, acompañamos dos núcleos de personajes: una familia de clase media pauperizada (Leandro, sus padres Arturo e Irene, su hermano Ramiro y una prima lejana llamada Romina) y algunas personas de clase baja, en extrema dificultad, entre las cuales no hay indicios de lazos de sangre y cuya unión se pauta por la necesidad (Sandra y su bebé, Luis y Vanesa). Partes de una sociedad en colapso, estos personajes se asemejan por la tribulación que rodea su cotidianidad. Mientras los adultos hacen malabarismos para no caer en la pobreza que se teme —pobreza más relacionada a la decadencia material en el primer grupo y directamente a la supervivencia en el segundo—, los jóvenes encaran la vida circulando sin compromiso por el entramado urbano.
Arturo se caracteriza por el silencio, por murmullos inaudibles y gestos cohibidos que contrastan con el volcán en ebullición que habita en su cuerpo. Él es la base económica de la familia, que parece haber tenido una vida más abastada en el pasado, a juzgar por la residencia de dos pisos donde vive y el oficio poco habitual que comparte con su mujer: profesor de bridge, un juego de cartas de origen inglés que denota un gusto típico de élite. Sin embargo, algo ha cambiado. Arturo tiene un segundo trabajo como taxista que debe ocultar de sus amigos y vecinos debido a la insistencia de Irene en mantener las apariencias, evidenciada por su obsesión en saber si su marido aparcó el coche lejos de casa.
Debido al ambiente repulsivo instalado en ese hogar —que ya ha expulsado a Ramiro, una ausencia presente que, según se sobreentiende en las palabras de su madre, huyó a los Estados Unidos debido a alguna rencilla con su padre—, la vida de Arturo está virtualmente alojada en el taxi. Como lo afirma Beatriz Urraca, el coche tiene un papel importante como principio organizador y estilístico de la narrativa, por cuanto condiciona un desarrollo particular del personaje de Arturo al causar los encuentros y accidentes que hacen que la trama avance. Además, continúa la autora, el coche tematiza la pantalla al delimitar el espacio interior y exterior: a veces, las ventanillas y el parabrisas constituyen marcos que reducen la visión del espectador y del personaje y establecen un fuera de campo dentro de la pantalla, mientras que, en otros momentos, los espejos y vidrios ofrecen una posibilidad de multiplicación de la imagen y amplían el campo de visión8.
Cuando ningún pasajero lo acompaña, Arturo transforma su vehículo en un universo paralelo, con aire y sonido propios, completamente aislado del ambiente que lo cerca y lo perturba. Al contrario de la “electricidad” que domina los otros desplazamientos —la cual se refleja en el montaje acelerado, la cámara inquieta y la agitación dentro del cuadro—, el desplazamiento del taxi de Arturo es suave y él mismo parece flotar. No obstante, esto no impide una sensación de vértigo e incomodidad que introduce un carácter de inestabilidad en el único lugar y persona que parecen guardar algún inicio de estabilidad.
Si el coche es el lugar de Arturo por excelencia, la calle es el lugar de Leandro. La secuencia inicial ya establece su intimidad con este territorio y presenta al personaje en una terraza desde la que se tiene una vista privilegiada de la ciudad, hasta sus edificios más lejanos. Mientras sus padres, especialmente Irene, insisten en mantener hábitos de la “familia tradicional de bien” (bien económicamente; comportamiento entrevisto no solo en los diálogos, sino en la manera de vestir y caminar de la pareja), Leandro se esfuerza por transgredir este tipo de actitud todo el tiempo a través de su apariencia descuidada, su oficio ilegal vinculado a la venta de drogas, sus actos infractores (como fumar en el autobús) y el vagabundeo, que hace del espacio público su lugar de pertenencia más que el espacio privado.
Relacionado con este desarraigo, el movimiento también se constituirá como uno de los atributos más destacados de Leandro, presente desde su presentación: el joven tiene relaciones sexuales, deambula, toma un autobús, verifica su lugar de trabajo, pasa por casa, ve a amigos, sigue a una chica (Vanesa), liga con ella, la ayuda a distribuir panfletos, atraviesa avenidas concurridas, galerías, comercios, parques y corre locamente luego de un robo. Romina, como una sombra, intenta acompañarlo.
Irene es la única que no se arriesga a salir al espacio urbano, lo que no impide que se ensucie con la sangre que brota de las calles. Ella tampoco está exenta de la inercia inútil que acomete a todos del lado de afuera, ya que deambula sin cesar por la casa para arreglarla y preservarla, como se dedica a preservar los buenos modales, la codiciada cajita de los ahorros y sus preciosas pastillas de diazepam. De acuerdo con Julieta Lorea y Constanza Tagliaferri, Irene es una figura alerta y controladora que todo el tiempo sorprende e increpa a los miembros de su familia. Ella enfrenta a Leandro cuando piensa que estaba robando sus remedios, retiene al marido en el hall para saber dónde está al taxi y le impide que se haga de los ahorros para enviárselos a Ramiro. La circulación de su presencia amenazadora, que se asoma agresiva por detrás de las puertas, hace de la casa un campo minado que nadie quiere enfrentar y contribuye a la destrucción de los lazos familiares, ya en añicos9.
Vanesa tiene el movimiento entre sus atributos, pero no se mueve por si sola; la vida la arrastra y ella no se resiste. Siguiendo las indicaciones de Sandra, a veces cuida el arruinado taller de reparación de móviles, a veces sale a hacerle propaganda. Comparte su cotidianidad con Luis, hombre maduro que está negociando la virginidad de la adolescente con su tutora, lo que ella sabe y acepta porque cree que debe ayudar a la mujer y a su bebé. Pasa la tarde de aquí para allá por invitación de un desconocido y deseoso Leandro. La cámara invasiva repite el comportamiento de los hombres y avanza sobre el cuello, nuca y barriga de la chica, capta la textura de su piel y explora su cuerpo hostil y provocadoramente.
Exhibida desde la sumisión como un ser frágil y manipulable, la voz y las afirmaciones incisivas de Vanesa deconstruyen esta impresión inicial. Ella se da cuenta de lo que muchos no (“Mirá, mirá bien”, dice, invitando a Leandro a hacerse partícipe de las miserias que ocupan la ciudad)10 y encara con altivez su destino infeliz, dejándose llevar, porque comprende, más que cualquier otro personaje, que no importa la dirección: ningún camino ofrece salida. La circulación en La sangre brota no conduce a ningún lugar.
Los personajes están en permanente desplazamiento, aunque estrujados en una puesta en escena claustrofóbica que los condena a la inmovilidad. Esto se da, principalmente, por los encuadres obstructivos, manchados o excesivamente reducidos que dominan la película. Cuando el plano se amplía, lo que solo ocurre en espacios abiertos, es para aplastar a las personas en las calles babélicas o para sumergirlas en una masa deforme producida por el desenfoque.
El constante zoom escruta a los cuerpos con mucha cercanía y les impide moverse libremente, como si estuvieran acorralados en el cuadro: por más que se debatan y se muevan, siguen retenidos. Aun así, los personajes continúan en constante tránsito, como si esquivaran una condición que los somete y estuvieran en rutas de escape para evadir la brutalidad (no sin antes reproducirla). No obstante, el confinamiento resalta la dificultad o la imposibilidad de cambio: los personajes no solo están presos en el cuadro, en la casa hostil o en la ciudad asfixiante, sino también en una estructura narrativa circular, con elementos repetitivos.
El corte, la discontinuidad y el brusco salto de raccord son insistentes e instalan el desajuste en la propia puesta en escena11. La luz, venga esta del sol o de los faroles de un coche, incide de frente y produce el choque, pero este no se limita a lo visual y lo acompañan sonidos de guitarreo, tránsito o un silencio extraño (Figura 2). Esta confusión imagética y sonora permea toda la película, pero se destaca, especialmente, al inicio y al final, como señala nuevamente Urraca:
La sangre brota empieza y termina con dos imágenes inicialmente ininteligibles y desorientadoras: la primera muestra al joven Leandro haciendo el amor con una chica, y la última a su padre, Arturo, golpeándolo salvajemente. En ambos casos, lo extremadamente cercano del plano y la iluminación de frente causan una distorsión que se aproxima a lo que vería un personaje adormilado, drogado o aturdido. Cuando el enfocado alterno finalmente permite recuperar la nitidez, la acción ha terminado y el espectador sólo ve con claridad las secuelas12.
Figura 2. Uno de los momentos en que la luz incide en dirección a la cámara y perturba la visión en La sangre brota..
Si las escenas incomprensibles descritas por Urraca alojan la circularidad, esta se ve reforzada por el acogimiento que Romina hace de Leandro, quien termina en los brazos de su prima de la misma forma que había comenzado. A propósito, en la relación entre ambos, a cada momento de caricia le sigue otro de rechazo, cíclica y esquemáticamente —ya en la primera secuencia es difícil saber si sus gemidos son de dolor o de placer—. A pesar de que la sangre brota en el transcurso de la trama, nada cambia y no hay progreso aunque haya rupturas.
“Al hombre perseguido siempre se le ve diagonalmente, desde arriba. Esta manera de verlo vuelve inestable su posición en el espacio. El plano general en ángulo elevado es una perspectiva opresiva y fatalista que toma al individuo desde lo alto y lo hace parecer pequeño y desamparado”13. Todavía no sabemos que se trata de un perseguido, pero es así como vemos por primera vez al protagonista de El asaltante, como fue descrito anteriormente: en picado. La rapidez de la toma no permite la institución de esta atmósfera trágica sobre el personaje, pero sí la esboza. Al ser la oscilación de los sentidos una constante en la película, esta sensación de debilidad que se dibuja se deshará en breve —y posteriormente se rehará, se deshará y rehará de nuevo—.
El primer salto se da con el excesivo acercamiento de la cámara a este cuerpo-guía de la narrativa y permite que nos transformemos de observadores apiadados a cómplices inadvertidos. El hombre que antes parecía oprimido por una mirada superior se desliza confiado y sin dificultades hacia un ambiente cuya entrada promete ser extremadamente regulada y fiscalizada: un colegio de pago. Un pequeño portón incrustado entre muros se abre solo para niños uniformados, pero este señor de tweed, corbata y trato de gentleman es admitido sin ningún cuestionamiento o identificación. El hombre transita por el colegio, se presenta y conduce una conversación de trivialidades con la misma naturalidad (y tono de voz) con la que anuncia un robo y genera un susto tanto en su interlocutora como en nosotros, ya que nada indicaba que Alejandro Williams sería el asaltante del título.
Mientras Williams mantiene el equilibrio frente a un imprevisto, la cámara hace lo propio y acompaña sin sobresaltos —en plano secuencia— el desarrollo de la situación hasta su desenlace, cuando el asaltante, dinero en mano, alcanza la calle y aprieta el paso. La ausencia de cortes alarga el tiempo y no permite que se disipe la tensión, así como el modo de captar al personaje, que combina el close-up (y el consecuente estrechamiento de los bordes del cuadro) con la inmensa profundidad de campo que se extiende a sus espaldas, el pasillo en la salida del colegio y la acera donde está el portón, lo que dificulta y retarda su salida de la zona de peligro.
Del plano secuencia controlado se pasa a la claustrofobia y al plano secuencia desorientador que acompaña la caminata apresurada de Williams, su pequeño trayecto de autobús y su entrada en un taxi. Aquí, personaje y ritmo se tranquilizan en una serenidad perturbada por la propaganda política de la radio que clama por “salud, educación, seguridad y desarrollo humano”. Ya fuera del coche, la serenidad tampoco dura mucho, y una parada para el té se convierte en un revés cuando una camarera derrama agua caliente sobre la mano de Williams.
Este accidente se configurará como un punto de inflexión en la trayectoria del personaje, cambiando su suerte. Él reacciona con aspereza por primera vez. Al salir del establecimiento, la calle que lo recibe parece igualmente ríspida y agitada, presa de una profusión de ruidos en off de bocinas, sirenas y herramientas. El protagonista asume un semblante duro y rabioso, y por primera vez se puede oír su respiración jadeante.
Es notorio el cambio del personaje a partir de entonces. Todo su garbo, frialdad y cálculo dan lugar a torpeza, nerviosismo y precipitación, lo que despierta sospechas a su alrededor. Luego, solitario y en silencio en un parque, se echa una pomada en la mano, en una escena que le agrega fragilidad y soledad al repertorio de este personaje inestable.
La metamorfosis del asaltante avanza durante el segundo robo, estimulada por el insistente descontrol de sus planes. A pesar de que (una vez más) ingresa sin dificultades en otro colegio de pago, otros obstáculos se van acumulando a su actuación y perturban el recinto: la indisposición de la recepcionista, las innumerables preguntas, la espera, el té que no puede ser servido, el teléfono que suena muy alto y la presencia de un guardia de seguridad que se hace notar en todo momento. Además, esta vez somos cómplices conscientes, lo que ayuda a la consolidación de la atmósfera de suspense y a que todo se perciba con desconfianza o como un mal presagio.
Williams, ahora identificado como Carlos Schultz, tiene dificultad para entablar una conversación y acercarse a su víctima, se muestra incómodo e irritable, no repite ninguna de las estrategias utilizadas en el exitoso robo anterior y no se le da bien la improvisación. Ante la inminencia de la pérdida de control, y abrumado por el alud de palabras del director y la secretaria, se vuelve agresivo y perverso. Los rostros y gestos son fraccionados, los movimientos turban la imagen y el achatamiento del espacio (que transforma la sala en un cubículo donde todos tienen que estar muy cerca) alimentan el aura sofocante de la situación, tanto para el verdugo como para sus rehenes.
Schultz escapa ileso del desmoronamiento de su plan y del laberinto que enfrenta para salir del colegio, pero la acumulación de contratiempos que se había configurado mantiene la cercanía del fracaso y por primera vez en la película se ve obligado a correr. También por primera vez la cámara lo abandona para seguir a la asustada camarera que se topa, por casualidad, con el movimiento extraño en la puerta del colegio y con la prisa del cliente recién lastimado, al que decide seguir.
Mientras el asaltante reconstituye a su personaje y se cambia el traje por una vestimenta deportiva, el montaje paralelo alterna las perspectivas de la chica y del hombre, de la perseguidora y el perseguido, hasta que estos papeles se invierten y él la captura. Como otro elemento en la secuencia de percances que Schultz enfrenta, la camarera desfallece cuando la intimida y él, nuevamente, se convierte en el fugitivo que da vueltas aturdidoras en taxi... hasta que desiste de la fuga y vuelve a rescatarla.
Luego de que la chica se recupera, ambos se sientan silenciosos en el parque, lugar de refugio que el protagonista ya había frecuentado. Allí donde antes había aflorado otra dimensión del asaltante, su composición sufre otro giro: le confiesa a la camarera que el revólver era de juguete, deja que ella lo maltrate, queda caido en el piso sucio, y camina resignado y con el cabello desgreñado. En un último acto de complicidad, la cámara se le acerca en su intento de reorganizarse físicamente (se limpia la ropa, se fija en su aspecto en el reflejo de una vitrina) y luego lo ve solo de lejos (Figura 3).
Figura 3. Tras innumerables contratiempos, el “asaltante” camina exhausto por la ciudad.
Cuando el hombre entra en un edificio, la cámara vuelve a escoltarlo. Los diálogos y la indumentaria indican que se trata, nuevamente, de una escuela. Sin embargo, en vez de camisas con emblemas y faldas plisadas, vemos los típicos guardapolvos blancos de las escuelas públicas argentinas. En vez de las conversaciones amables que se establecen con las clientelas, asistimos a un exaltado reclamo por las condiciones de higiene del lugar. En vez de las paredes forradas de fotos y trofeos en vitrinas, tenemos muros decolorados y arruinados. Reconocido como Ramos, rápidamente notamos que el protagonista ha llegado a su territorio.
El inesperado destino (¿u origen?) del personaje rediseña su conjunto de acciones, pero la indeterminación narrativa se mantiene. Nunca se descubre si la incorporación del asaltante por parte del profesor es algo corriente o inédito, si conoce los escondrijos de dinero de antemano o cómo sabe los nombres de los padres de alumnos en los colegios de pago, si se trata de una conducta a lo Robin Hood para suplir las dificultades de la escuela pública que dirige o si es para engordar su propio peculio. La ambigüedad de este último factor es especialmente significativa y no permite que se termine de construir al protagonista como un héroe o un villano.
La tríada Williams/Schultz/Ramos se equilibra no solo entre el profesor y el asaltante, sino que se prolonga, ya que el asaltante se equilibra también entre la figura del bandido social14 (y su encuadre heroico en gran parte de la cinematografía latinoamericana)15 y su reciente configuración como resentido, según la acepción propuesta por Ismael Xavier. En el cine brasileño de los años 1990 e inicios de los 2000, este investigador nota la recurrencia de formas de experiencia marcadas por el resentimiento. En estas, los personajes se anclan en el pasado y tienen proyectos de venganza postergados, cavilados, que pueden manifestarse de varias maneras, pero que siempre se distancian del discurso de las luchas colectivas. No hay ningún horizonte político; las agruras no se desdoblan en promesas de cambio, sino en un individualismo pragmático que busca su tajada de poder, vaciado de utopía16.
Aunque el autor se paute en el cine brasileño para esquematizar su concepto, no es difícil darse cuenta de lineamientos de este tipo de figura en las películas de Fendrik. Leandro, en La sangre brota, está inmerso en un resentimiento familiar contra el poder opresivo de su padre que, a su vez, se ubica entre los resentidos desheredados sociales, como el protagonista de El asaltante (incluso, son vividos por el mismo actor, Arturo Goetz). En esta película, el profesor decide cobrar lo que cree que la sociedad le debe, sea en beneficio propio, sea en beneficio de su lugar de trabajo.
Una situación de indignación atraviesa lo cotidiano y lleva a una búsqueda de justicia con las propias manos. Ramos se posiciona políticamente mediante una actitud combativa, pero no se relaciona con aquella de carácter revolucionario, sino con una solución inmediata e impostergable. El desinterés por su trayectoria particular y los continuos vuelcos de su caracterización hacen de él un síntoma más que un sujeto, siendo la condición de fugitivo lo que lo identifica, ya que es la única que se mantiene mientras él pasa de verdugo a víctima, de perpetrador a blanco de la violencia, de temido a fragilizado.
De la misma forma que el asaltante no importa como sujeto, el asalto no importa como objeto o tema de la trama. Como lo observa Arthur Autran, el punto principal no es el acto del robo, sino cómo la conversión de este acto-problema en solución logra demostrar de forma amplia la exacerbación de la violencia, el individualismo, la falta de sentido, la desesperanza y la pasividad de cada día.
El asaltante logra hacernos reflexionar profundamente sobre las tensiones tan presentes en nuestras sociedades que asistieron, en los años 1990, a la destrucción sistemática de los bienes públicos en nombre de la reforma del Estado y del libre mercado y hoy conviven con una situación de tierra arrasada en la salud, la educación y el transporte público. […] Cuando mucho, lo que resta son actitudes individualistas y/o desesperadas que no mejoran en nada la situación. Lo provocador en el caso de El asaltante es que el acto de Ramos, por su propia extrañeza y falta de explicación, se convierte en una referencia de nuestra desesperación diaria, de nuestro individualismo y tal vez de la falta de sentido de buena parte de nuestros esfuerzos17.
La violencia en El asaltante está en la cotidianidad urbana, distribuida ubicuamente en cualquiera de las acciones, en los intercambios mínimos, en lo que la ciudad exige y no da, en las dificultades de la vida pública y su penetración en la vida privada, en un malestar difuso vivido en carne propia.
En La sangre brota, la violencia se gesta de modo larvado, mantiene a los personajes en un constante estado de contención y late como una fiebre; amenaza pulular en pequeños intercambios aquí y allí hasta, finalmente, brotar en forma de sangre. Como en El asaltante, el director toma un día para narrar dentro de ese límite temporal, realizando un trabajo que busca acercarse al tiempo real. Se busca seguir el estallido de procesos que parecen venir germinando desde hace mucho, pero a los que tenemos acceso solo al estallar —lo que lo ha desencadenado es deducción, y se nos dan algunas pistas—.
Entre estas pistas, está la ya mencionada casa decadente que sugiere un pasado económico distinguido de sus habitantes. Su exploración se da a partir de un montaje que alterna imágenes de las escaleras y de las inmensas puertas de madera maciza con el ruido del desencajado portón, imágenes de las vitrinas llenas de vajilla y el frigorífico viejo y percudido, del grupo de señoras de porte refinado que juegan bridge y toman té con planos detalle de la grieta en una taza y de la pared descascarada.
El plano detalle es una constante en la película y permitirá la exploración cuidadosa de los objetos que los personajes manejan o miran, muchas veces con cariño, y el largo acompañamiento de tales acciones indicará la importancia de estos objetos para los personajes. Entre ellos, están las pastillas de Leandro y el taxi de Arturo, pero lo principal será la cajita de los ahorros: codiciada por ambos, y también por Irene, además de ser la causante de la disputa final, su llave está guardada dentro de un joyero, lo que le da aires de reliquia. El segundo núcleo de personajes no tiene ninguna “reliquia” a la que dedicarse y sus propios cuerpos terminan constituyéndose como objetos para admirar y cuidar. En ese sentido, el cuerpo de Vanesa está en el centro de las atenciones.
El celo para con las cosas difícilmente se repetirá en el trato interpersonal. Esto también lo evidencia el zoom: si, por un lado, el zoom manifiesta la atracción que los objetos ejercen sobre las personas, por el otro indica la repulsión entre estas. Este recurso aísla los cuerpos y a los personajes entre sí, además de acorralarlos en el cuadro e impedir que nos abstraigamos de las situaciones desagradables. Vanesa, por su condición de objeto, es la única que logra compartir el cuadro con otros personajes sin grandes enfrentamientos —por lo menos hasta la parte final, cuando se convierte en una de las responsables (aunque inconsciente) de la sangre que asalta a la película—.
Desde el inicio hasta el fin, todos viven sobre la base de cada uno para sí y cada contacto tenderá a la explotación, perversión o juego de poder. Cuando hay afectos, estos resultan mercantilizados: el “afecto” de Luis transforma el cuerpo de Vanesa en mercancía negociable; la situación de Sandra también hace de Vanesa una moneda de cambio; el amor vislumbrado de Arturo por su hijo ausente se traduce en la necesidad de mandarle dinero.
En el caso de la familia, pese a que sus miembros viven en la casa, nunca conviven efectivamente. Ellos simplemente se cruzan por los pasillos y habitaciones, se ignoran o mueven con disgusto la cabeza para identificar a quien pasa. Si hay contacto, este se da siempre sobre la base de la confrontación y la agresividad.
Es posible, en este sentido, aplicar a La sangre brota el concepto de nomadismo propuesto por Gonzalo Aguilar en su canónico estudio sobre el Nuevo Cine Argentino. Según el autor, en las películas de este período, el nomadismo sería un “estado contemporáneo de permanentes movimientos, translaciones, situaciones de no-pertenencia y disolución de cualquier instancia de permanencia”18, en oposición a la idea de sedentarismo. Sin embargo, aunque la movilidad sea importante para determinar si la narración es nómada o sedentaria, el investigador desarrolla las nociones de nomadismo y sedentarismo más bien a partir del papel que las familias ocupan en las narrativas, aunque se trate de familias en crisis: lo que resulta decisivo en esta clasificación del autor es la familia como mundo de referencia y la existencia o no de un lugar estable (algo como un hogar) al que siempre sea posible regresar. El nomadismo trata del tránsito por espacios en los que ninguno llega a convertirse en punto de retorno, predominan los itinerarios erráticos o en dirección al mundo de los desechos, el vagabundeo o la delincuencia (todo aquello que el capitalismo pretende colocar, imaginariamente, en los márgenes, como señala Aguilar); mientras sedentarismo se refiere a un movimiento en espiral y hacia los interiores, en lo que vencen la claustrofobia y la desintegración19.
El nomadismo de Aguilar se realiza de manera plena en La sangre brota. La casa, espacio de configuración identitaria, evidencia un deterioro de una función acogedora y mentora y descuella como un lugar del cual todos desean escapar. Ramiro se ha mudado no solo de residencia, sino de país; Leandro y Arturo, en los pocos minutos que la ocupan, necesitan sacar la cabeza por las ventanas y respirar profundamente, como si estuvieran sofocados. Irene es la única que permanece allí, lo que se justifica en su actitud hostil, que parece mimetizar el espíritu repulsivo del lugar. El taxista tampoco logra quedarse en la morada zen de su amante, de la que sale tan descontento como de los otros lugares menos amigables que frecuenta.
Sin embargo, Ramiro quiere volver de los Estados Unidos. Arturo y Leandro, luego del choque entre ambos, terminan “juntos” en la cocina de la casa. Si el espacio privado es incómodo, el espacio público tampoco es receptivo: siempre está sobrecargado de gente, coches, voces, mercancías, bocinas. En el espacio público los personajes se encuentran tan ajenos a aquello que los cerca que todo a su alrededor termina fuera de foco. La turbiedad provocada crea una nebulosa que envuelve a las figuras en primer plano y hace que la ciudad, aunque no aparezca con nitidez, opere continuamente sobre los personajes, rodeándolos y presionándolos (Figura 4).
Figura 4. Como si estuviera envuelto en una nebulosa, Arturo está sumergido en una masa densa de sonidos, coches y otros elementos perturbadores de la ciudad en La sangre brota.
Las residencias y los recintos cerrados (como la galería, con el taller de móviles y la factoría de éxtasis disfrazada de locutorio) son solo lugares de paso, siendo que la trama se mueve a partir de las acciones en las calles, parques y otros espacios abiertos que, cuando no están recortados, atestados o desenfocados, son escenarios abandonados que parecen tierra de nadie, como la parte externa del hospital donde Sandra amenaza dejar a su bebé, la entrada de la terminal de transportes o el aparcamiento del casino lleno de coches pero sin ningún indicio de gente.
El parque escapa un poco de esta caracterización y promete ser un lugar de amor debido a la sinergia que se construye entre Leandro y Vanesa —promesa que dura poco ante la actuación impertinente de Luis y que se quiebra definitivamente cuando el beso se transforma en mordida—20. La terminal, el aeropuerto y el casino, a pesar de no estar propiamente habitados por los personajes, se configuran como puntos de partida de acontecimientos clave relacionados con Arturo, ya que en los trayectos entre ellos aparecen las primeras pistas de su irascibilidad.
Si a la violencia de El asaltante la fuerza una situación (el protagonista se vuelve violento porque se siente acorralado), en La sangre brota la violencia forma parte de Arturo y él debe reprimirla todo el tiempo, ante el acoso de la incomodidad, la frustración, la impotencia y las agresiones que se le presentan —como la masa sonora urbana que infesta el coche, las actitudes groseras de los pasajeros y sus provocaciones, que llevan al personaje a la ilegalidad y la quiebra—.
Además de ello, tenemos el embotellamiento —de acuerdo con Luís Nogueira, sumario de la violencia psicológica inherente a la urbanidad—21 que enclaustra y angustia a Arturo, reitera su opresión y del cual no hay posibilidad de huida, lo que condena al personaje, una vez más, a la resignación. En el viaje que parte de la terminal, el taxista que lo intercepta y golpea a un pasajero parece ser el opuesto de este Arturo resignado, pero en el transcurso de la película, esta escena se convierte en anticipación de la golpiza que el hombre le propinará a su propio hijo (y, en menor medida, a su esposa).
Así, todas las situaciones son un cruce entre las problemáticas particulares y familiares con las cuestiones sociales, las cuales se retroalimentan e intensifican. Otra demostración ejemplar de esta condición se da en la única secuencia en la que la cámara no acompaña a Arturo en el interior del taxi, sino que lo observa desde fuera. En un ligero contrapicado, vemos al hombre conduciendo, vestido con un chaleco de lana que trata de esconder la camisa manchada de sangre del pasajero. El vidrio cerrado refleja la ciudad y mezcla el rostro del personaje a los edificios, casas y cables que penden de los postes. Notamos pequeñas alteraciones en su expresión, que se va haciendo cada vez más amarga, como si el coche cediera a la presión de la metrópolis y ya no fuera capaz de apartar a Arturo de los ataques de esta última. Arturo irá incorporando estos ataques hasta el momento de su detonación.
En sus dos primeros largometrajes, Pablo Fendrik trabajó de manera frontal los conflictos sociales y la aniquilación del espacio urbano como lugar de encuentro, situaciones frecuentes en el cine argentino de los años 2000, conforme lo observa Hortiguera22. La violencia se configura como el eje de un ciclo de desmembramiento individual y colectivo que no tiene salida. No hay víctimas ni verdugos, inocentes ni culpados, no hay héroes, antihéroes ni villanos, y entre el odio y la pena que las figuras exhalan se construye un campo al mismo tiempo magnético y repulsivo.
Las películas exponen la desesperación de personajes desolados y perdidos que no tienen a dónde ni a quién apelar y se lanzan en (re)acciones tanto destructivas como aniquiladoras del otro: la invasión y despojo de un espacio ajeno en El asaltante (estimulado por un despojo más profundo en el espacio común); la agresividad que permea todo y llega a las vías de hecho en La sangre brota (y que no se da solo a manos de Arturo, sino en el sexo retaliativo entre Romina y el amigo de Leandro y en el beso sangriento de Vanesa).
La constante circulación es un elemento primordial y aunque a veces la puesta en escena parezca detenerla, los personajes siguen en movimiento, en continua agitación, tanto en exteriores como en interiores. No se siguen itinerarios ordenados o dirigidos y predominan los cursos erráticos, el permanente transitar, la deambulación nerviosa por la ciudad, como si estuvieran en perpetua fuga. Mientras los personajes se mueven desencontrada y desesperadamente, la ciudad se mantiene impasible e impone su presencia de manera perturbadora.
El cuerpo que huye, la ciudad que lo absorbe o lo aplasta, el taxi, personajes trastornados, la violencia y la cámara inestable (prototipo de un mundo inestable) que se presentan en los dos largos de Fendrik se reúnen en un cortometraje posterior del director, Hija del sol23, una especie de corolario de su estética condensado en nueve minutos. El cuerpo lastimado, sangrante, en tensión y acción permanentes es, aquí, el de una mujer embarazada. Sin soltar el revólver, la joven salta un muro y luego de robar un radio, atraviesa el pequeño portón de una casa suburbana, cuando una vecina la sorprende, y ella termina entrando en un taxi que pasaba por allí (Figura 5).
Figura 5: La mujer embarazada en su ataque-sorpresa al taxi en Hija del sol.
La adrenalina de la situación estimula un inesperado trabajo de parto, a lo que se suma el intercambio de tiros con la policía, lo que obliga al incauto taxista a ayudar a la mujer a huir y a parir. Los ladrillos del muro, las rejas de la puerta de la casa o las ventanillas del coche recortan y enmarcan los rostros de los personajes, captan sus respiraciones jadeantes y sus miradas alertas y asustadas. El cuadro se abre apenas para que la cámara pueda moverse rápidamente y captar todos los puntos de la acción.
En el astillero, en los márgenes de la ciudad, la vida se mezcla con la muerte, así como la naturaleza se mezcla con los detritos de lo urbano, las sirenas invaden el silencio, el sol brillante baña las aguas sucias, el rostro del cadáver de la madre es el fondo del cual se destaca el del bebé. Como en El asaltante y La sangre brota, la huida no salva y extiende la línea de violencia y desamparo que, lejos de acercarse a un punto final, se produce, se alarga y alimenta un ciclo.
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1 Bernades, “Esferas de violencia reprimida”.
2 He trabajado ambas películas en ocasiones anteriores, con apuntes iniciales presentados en conferencias, principalmente estudios comparativos con otros largometrajes latinoamericanos. También me dediqué a ellas en mi libro Espaços em conflito, publicado en 2019 y resultado de mi tesis doctoral desarrollada en la Universidad Estatal de Campinas – UNICAMP (Brasil). En ese material, se profundizan otros aspectos de su construcción, como la importancia de lo háptico (especialmente en El asaltante) ) en una exploración con base en la teoría de los afectos, y el ambiente distópico (en La sangre brota).
3 La reanudación, desde mediados de los años 1990 (y luego de un período de crisis) de la producción cinematográfica en Argentina, impulsada por una serie de factores como la creación de una ley de fomento, la reactivación de una cuota de pantalla para películas nacionales y el surgimiento de innumerables escuelas de cine, que provocaron una inmediata reactivación del sector. Una nueva generación entró en escena y trajo nuevas sensibilidades estéticas y preocupaciones temáticas, pero no existía una idea de movimiento, de intereses en común de forma programática, siendo la diversidad de poéticas una fuerte característica del momento. A pesar de que no hay una división temporal clara, podemos afirmar que el Nuevo Cine “vigoró” hasta finales de los años 2000, cuando hubo una renovación generacional y de los debates en el campo cinematográfico argentino.
4 Hortiguera, “Confianza, comunidad eclipse otro”, 38.
5 Xavier, “Da violência justiceira”, 56. “Figuras do ressentimento”, 79.
6 Aguilar, Otros mundos, 41-42.
7 Chiappussi, “El cine sin red”, 156.
8 Urraca, “El espectador y el lenguaje cinematográfico”, 5-6.
9 Lorea y Tagliaferri, Representación de los adolescentes, 63.
10 Como lo notan Lorea y Tagliaferri (Ibid., 55), aunque el cruce de clases sociales parezca irrelevante para Leandro al ligar con Vanesa, ella hace énfasis en marcar una diferencia entre ellos al acusarlo, despreciativamente y más de una vez, de cheto.
11 Bernades, “Esferas de una violencia reprimida”.
12 Urraca, “El espectador y el lenguaje cinematográfico”, 3.
13 Brissac Peixoto, Cenários em ruínas, 51, traducción nuestra.
14 Según la interpretación de Eric Hobsbawn, que analiza el fenómeno del bandidaje social como una forma de resistencia campesina que sería una versión primitiva de la protesta social organizada, fruto de las injusticias sociales de la ausencia del Estado (Ferreras, “Bandoleiros, cangaceiros e matreiros”).
15 Ver Gillone, “Dos heróis bandoleiros ao cobrador”.
16 Xavier, “Figuras do ressentimento”, 79.
17 Autran, “O assaltante”, traducción nuestra.
18 Aguilar, Otros mundos, 43.
19 Ibid, 41-42.
20 Además del vínculo que casi se establece entre Leandro y Vanesa, la película trae otro destello de relación afectiva que también termina abortada: el affaire entre Arturo y la señora mística que es alumna de su esposa.
21 Nogueira, Violência e cinema, 205.
22 Hortiguera, “Confianza, comunidad y eclipse del otro”, 38.
23 Producido en el marco del proyecto 25 miradas – 200 minutos, que reunió 25 cortometrajes de renombrada/os cineastas argentina/os en conmemoración del bicentenario de la independencia de ese país.
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