Lucas Rubinich
María Belén Riveiro
Instituto de Investigaciones Gino Germani (Facultad de Ciencias Sociales)
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Al abordar la relación cine y política o, si se quiere, la relación arte y política en general, los recursos de los que más inmediatamente se valen las distintas argumentaciones refieren a objetos artísticos que intervienen de múltiples maneras, con mayor o menor reconocimiento dentro del propio espacio artístico, problematizando los órdenes existentes en determinada sociedad. Y cuando más fuerza cultural se les reconoce es en aquellos momentos en que esos objetos estéticos son la expresión de procesos de efervescencia social. La larga década de los años sesenta en América Latina es uno de esos períodos históricos que abunda en experiencias de este tipo, tanto en lo que hace al cine como al arte en general.
Y por supuesto, esta es una posibilidad entre otras, en la que esta relación se manifiesta. Por ello más que intentar una enumeración de esas distintas posibilidades para decir algo sobre la cuestión, lo más pertinente sea tratar de responder a la pregunta ¿cuáles son las dimensiones de politicidad del arte? Y quizás se pueda esbozar alguna respuesta desplegando, antes, un par de cuestiones que son básicas para abordar el problema. La primera es la necesidad de incorporar una mirada analítica que tome en cuenta la relativa autonomía del mundo artístico desde la modernidad para acá, lo que torna irremediable en el análisis la atención puntual a las lógicas particulares de ese espacio para procesar las relaciones con la historia política, económica y social, y también las disputas en el interior de ese mundo específico. La segunda, que está incluida en la perspectiva mencionada antes, pero se hace necesario marcar su singularidad, es reconocer la productividad analítica de una noción histórica de lo relacional. Y entonces esto supone a la vez que cuestionar las nociones superficiales de contexto como generadores de politicidad en el arte, encontrarla en las peculiaridades de la construcción del objeto y en cómo este se relaciona con las doxas sociales, políticas y artísticas.
El arte interviene, más allá de la intencionalidad de sus productores, con distintas capacidades y con diferentes resultados –casi nunca previstos–, en las luchas por la imposición de visiones del mundo. Desde las especificidades de sus ámbitos conformados históricamente, interviene en esas luchas que irremediablemente forman parte del fluir cotidiano. Y como en el mundo del arte y la cultura, desde la modernidad para acá hay distintas posiciones que contienen paquetes de concepciones estéticas e ideológicas, esto resulta un mundo dinámico y potencialmente turbulento, que nunca refleja miméticamente el orden dominante.
Los intelectuales están entre, pero no sobre, las clases, decía Karl Mannheim, tratando de salir del brete de la compleja determinación de la acción en el mundo de la cultura. En esos espacios, que son obviamente parte constitutiva del mundo social hay luchas, tensiones, indiferencias. Acciones todas entendibles si se las piensa relacionalmente. No se explica un punto (una obra) en ese espacio por las características intrínsecas de ese punto. No hay esencias hegelianas en el mundo del arte, como no las hay en el mundo social en general. Claro que mucho menos se explica por una noción vulgar de contexto. Ese punto –objeto artístico– puede construirse con líneas que se lanzan a lo hecho en otro momento de la historia del arte o de diversas zonas de la historia de las sociedades humanas. Elementos de múltiples zonas de la vida cotidiana en relación con diversas tradiciones estéticas construyendo otras cosas, o quizás reproduciendo convenciones bajo alguna variación.
Hay politicidad del arte entonces cuando la disputa estética contra una posición cristalizada en el mundo del arte desacomoda. Y no solo desacomoda ese algo que ya no dice nada o que nunca dijo nada. También desacomoda las relaciones sociales concretas que conforman ese mundo prestigiado y carente de vitalidad: relaciones con zonas del mercado, con la industria del cine, con la crítica, con los curadores, entre otras turbulencias que pueda crear. Y esas peleas no suponen, aunque existan, guerras de pandillas artísticas o la de agentes particulares entre sí. Son elementos que se entrecruzan en un fluir complejo portados por cuerpos, por obras, por relaciones sociales concretas. Y en las disputas reales los triunfadores y derrotados y aun los que han mirado indiferentes, se llevan sus marcas, sus heridas o sus gestos de dominio, su frustración, su misma voluntad de aislamiento, como parte de una herencia a veces levantada como bandera y otras como cicatrices rebeldes o simplemente ignoradas, pero existentes.
Las obras de arte son un constructo, un objeto construido. Y esa construcción de arte es portadora potencial de una significación poderosa –aunque a veces no inmediatamente– porque actúa, interviene, desde un espacio privilegiado, en la difuminación de visiones del mundo. Visiones del mundo que son intensidad de colores, formas, prácticas, lugares comunes y experiencias condensadas trabajadas desde algunas tradiciones artísticas.
Sentidos comunes, prenociones, convenciones, doxas hay en todos los espacios y tienen múltiples dimensiones. El trabajo artístico no necesariamente reflexivo sobre esas doxas (que pueden ser artísticas, prácticas de vida cotidiana, ideas sobre el amor, la belleza, la legitimidad de una intensidad de color, combinación de texturas, materiales concretos) genera desacomodamientos. A veces contundentes cuando se trata de rupturas sin más, pero otras, sutiles casi imperceptibles cuando acompañan y resignifican elementos del fluir cotidiano del arte y de los elementos nombrados como no artísticos. Allí hay vitalidad y politicidad del arte.
Los artículos que conforman el presente dossier exploran las diversas formas de la politicidad del arte y, de esa manera, no solo construyen conocimiento sobre los casos particulares que escogieron, sino que además fortalecen y amplían la concepción de los vínculos entre cine y política y las definiciones de lo latinoamericano. En “Rikuna: Autorepresentaciones de pueblos indígenas kichwa en el documental ecuatoriano contemporáneo”, Jairo Cadena Enríquez parte de la preocupación del lugar ocupado por una porción de la sociedad ecuatoriana como los pueblos indígenas para encontrar que estuvieron presentes desde los inicios del cine en ese país, pero solo como representaciones de miradas ajenas a sus singularidades. No obstante, de manera reciente emergen producciones por y para los pueblos indígenas que permiten construir un punto de enunciación propio y diseñar narrativas e imágenes novedosas. Cadena Enríquez analiza los casos de la película Huahua (2017) de Joshi Espinosa Anguaya y Citlalli Andrango y el trabajo realizado por el grupo de artistas visuales y comunicadores TAWNA, que trabajan en la Amazonía desde 2017.
Afiche de Los ofendidos, de Marcela Zamora Chamorro (2016)
Jhon Ciavaldini estudia un corpus de películas El Salvador, Nicaragua y Guatemala, una región centroamericana con mucho potencial para futuras investigaciones, en “El cine de memoria de una generación: Tres documentales en primera persona de directoras centroamericanas y la herencia de las guerras civiles de sus países en los años 90”. Las temáticas de los casos estudiados –Los ofendidos, de Marcela Zamora Chamorro (2016, El Salvador), Heredera del viento, de Gloria Carrión (2017, Nicaragua) y La asfixia, de Ana Bustamante (2018, Guatemala)–, es decir, los conflictos armados de cada país, ponen en primera plana la dimensión política de esta cinematografía. No obstante, Ciavaldini aparte de reflexionar sobre qué se cuenta y sobre las condiciones particulares de cada país que habilitaron determinados argumentos y no otros, también investiga las formas de estas películas, sus coincidencias como la tensión entre lo público y lo privado, y la circulación y recepción de las películas mediante el análisis formal y temático de los casos y la realización de entrevistas a las directoras.
Las herencias y tradiciones del cine político y sus apropiaciones y transformaciones en la actualidad es una de los problemas de fondo del artículo escrito por Edison Albear González Lemus. “Quipu y El proyecto de la Comisión de la Verdad: Dos documentales transmedia e interactivos que recogen conceptos del cine político de los 60 y 70 en América Latina” propone y reconstruye los modos en que un conjunto de documentales producidos en el siglo XXI incorporan las innovaciones tecnológicas, que da lugar a lo que se conoce como documental interactivo y transmedia, para trasformar la potente herencia del cine político de los años sesenta y setenta y construir nuevas formas de politicidad en el cine donde lo comunitario es central. El artículo toma como caso de estudio el documental interactivo Quipu (2015, Perú) y el informe de La Comisión de la Verdad (2022, Colombia).
Afiche de Heredera del vieno, de Gloria Carrión (2017)
En “Ficción social contemporánea: definiciones de un género en narrativas audiovisuales argentinas”, Ayelen Ferrini identifica que desde comienzos del siglo XXI en Argentina se multiplican las series televisivas y en plataformas digitales que comparten características, las más aparentes, abordar desde lo audiovisual problemáticas sociales –como la marginalidad– y delinear una estética realista. En este trabajo, Ferrini problematiza los modos de concebir las producciones para proponer la categoría de ficción social y construye una periodización con estas series. La mirada crítica del trabajo permite desnaturalizar representaciones de lo social y precisar elementos narrativos estereotipados, así como representaciones estigmatizantes de sectores populares.
Afiche de El marginal, de Sebastián Ortega e Israel Adrián Caetano (2016)
Florencia Romano en “Diarios de mayo. Sobre En el intenso ahora de João Moreira Salles” se centra en este “relato ensayístico” de 2017. Cabe resaltar que el foco no es principalmente lo que reconstruye la película, sucesos vinculados con el Mayo del 68, sino en cómo se lo hace: los materiales empleados y el montaje. La centralidad de la voz en off y la puesta en escena del archivo familiar conducen a la reflexión sobre la imposibilidad de la película de invocar el espíritu rebelde de los años sesenta donde el futuro estaba por construirse para obturar un presente que termina por estar signado por la completa inacción.
Violeta Carrera Pereyra escribió la reseña “Una crisis no supone su superación, sobre Otro país: muerte y transfiguración del Nuevo Cine Argentino, de Nicolás Prividera” donde se despliega una crítica y reflexiva lectura de la propuesta tanto analítica como propositiva de Prividera en torno a la historia reciente del cine en Argentina. Carrera Pereyra señala las formas en que Prividera reconstruye esta historia, se pregunta por sus condiciones de posibilidad, así como por las razones de la presencia de lo que denomina presentismo ahistórico, y define su diagnóstico que no se centra solo en la dimensión de la producción sino también de la recepción por lo que hace un llamado por la reformulación de la mirada de la crítica. Es destacable cómo en estas argumentaciones Carrera Pereyra encuentra también una particular lectura del cine político de los años sesenta y setenta que busca diluir la antinomia entre vanguardia estética y vanguardia política.
El dossier cierra con una entrevista a los directores antes mencionados Joshi Espinosa Anguaya y Citlalli Andrango realizada por Jhon Ciavaldini, Jairo Cadena Enríquez y María Belén Riveiro. Se conversó sobre sobre el detrás de escena de la confección de una película como Huahua, la cuestión de la identidad, la infraestructura necesaria para producir una película desde América Latina –con todo lo que suponen cuestiones como los financiamientos y los recorridos burocráticos–, los vínculos con las instituciones, los circuitos de exhibición de las películas, la instrucción tanto formal como informal que conduce a una mirada específica, y sobre todo, los imperativos con los que se encuentran como integrantes de comunidades indígenas –como la romantización de sus ancestros o la faceta combativa de sus historias– y las formas en que trabajan con estos deber ser. La entrevista se introduce con una breve reflexión de María Belén Riveiro en torno a la productividad de detenerse en una docuficción como Huahua (2017) cuya tensión formal entre opuestos como entre lo universal y lo particular es sugerente en tiempos como el presente signados por la crisis de las certezas y la fragmentación social, cultural e identitaria.
Este dossier surgió como parte del proyecto de investigación “Arte y luchas políticas: ¿la reactualización de una sensibilidad disidente?” acreditado en la Universidad del Cine desde una preocupación por pensar la politicidad del arte no solo desde la producción de conocimiento sino a partir de los interrogantes de actores que se encuentran haciendo cine en el presente.
Los artículos del dossier recorren casos diversos, temáticas heterogéneas, incluso formas que están en disputa las unas con las otras. El hilo que recorre estas indagaciones reside en las formas en que puede irrumpir una mirada, una sensibilidad, una temática, una estética que haga temblar lo establecido. La obra, cualquiera, también la experimental que no encuentra gustos sino en reducidos grupos de pares es un producto histórico, resultado complejo de un contexto imaginado como constructo histórico. Y quizás esa obra en su soledad coyuntural tiene una inmensa potencialidad política porque desacomoda tanto que produce ya no rechazo (siempre bienvenido en el mundo de la cultura) sino indiferencia.
La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas”, decía Oliverio Girondo hace más de noventa años “Poco a poco nos aprisiona la sintaxis, el diccionario, y aunque los mosquitos vuelen tocando la corneta, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles”. Construir objetos que desacomoden nuestra mirada naturalizadora que revitalicen el mundo; en eso está la politicidad del arte.
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