El género negro en el cine de Latinoamérica

Román Setton

Conicet/Universidad de Buenos Aires - Argentina

romansetton@gmail.com

Gerardo Pignatiello

Universidad de Binghamton - Estados Unidos

gpignati@binghamton.edu

Daniel Giacomelli

Conicet/Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires - Argentina

daniel.giacomelli1@gmail.com

Álvaro Férnandez Reyes

Universidad de Guadalajara - México

delfosfera@gmail.com

Fecha de recepción: 02/09/2025

Fecha de publicación: 02/09/2025

El cine latinoamericano y los géneros

Las historias nacionales de los cines de América Latina, así como la historia del cine latinoamericano como tal, derivan de vínculos complejos entre políticas estatales, el desarrollo industrial local y los entramados de políticas autorales, géneros e imaginarios (más o menos) narrativos. Así, las concepciones históricas (e historicistas) de los cines de la región fueron también configuraciones y narraciones identitarias en términos nacionales1. Las cinematografías de los diferentes países se definieron por los desarrollos industriales, no únicamente cinematográficos: la evolución del cine como industria estuvo ligada al desarrollo más general de los avances tecnológicos de los procesos de producción y comercialización. No hay relato histórico de los cines nacionales que no implique, de manera más o menos central, a los Estados y sus políticas económicas no sólo relativas al cine2. Ese componente crítico de lo estatal, vinculado estrechamente con lo industrial, determinó en gran medida las configuraciones históricas de los géneros así como también las políticas narrativas autorales y/o genérico-autorales de las ficciones.

Ahora bien, si los géneros han constituido en efecto un eje conceptual de organización de los relatos nacionales, que enhebran a lo largo del tiempo una historia identitaria de lo común, lo popular y lo nacional, configuran, no obstante, una base para estudiar los cines de América Latina, sin la ilusión historicista de la organicidad evolutiva. Siempre que los géneros no sean considerados como arquetipos platónicos invariables ni como organismos biológicos en evolución, sino como “procesos de genericidad” (Rick Altman), movilizados por los diálogos entre múltiples actores (público, crítica, distribuidoras, productoras, guionistas, directores, historiadores, etcétera), es decir, en tanto modos históricos de configuración de relatos con formas específicas, no estables, no idénticos a sí mismos ni ahistóricos, permiten el estudio de una serie de relaciones de uso, apropiación, fusión, hibridación, diálogo o canibalización, entre muchas otras posibles. Así, en las cinematografías de los cines de la región, a partir de una lectura de los géneros como procesos históricos, es posible observar por lo menos cuatro momentos:

Por un lado, en los períodos industriales (en las décadas de los treinta y los cuarenta), los cines nacionales suelen fusionar los géneros que proceden de la industria de Hollywood con aspectos de las culturas populares nacionales. El cine argentino aúna las formas del melodrama, la comedia y el western con el criollismo y el tango; el cine brasileño fusiona la comedia y el musical con el imaginario de las fiestas de carnaval, que deriva en el género de la chanchada; el cine mexicano produce híbridos del western y el melodrama con el imaginario de las culturas indígenas y rancheras (en especial, la figura del charro).

Más adelante, los cines modernos (hacia mediados de los años cincuenta y durante las dos décadas siguientes) ya no pueden reconocerse a partir de la fusión de lo genérico (es decir, la industria cultural) y la cultura popular, sino, en la crítica, la revisión o la repulsa de los géneros industriales nacionales. Los cines modernos recusan la idea de un cine nacional (industrial) y postulan, más bien, un cine latinoamericano, “tercermundista”, que no niega los propios imaginarios sino que los reconoce en un diálogo horizontal con las culturas populares y los cines de los países incluidos dentro del así llamado “tercer mundo”. En este marco, el cine latinoamericano genera incluso sus propias instituciones y se opone a los estados nacionales que considera parte de la opresión y el imperialismo3.

Esto es especialmente visible en el caso de Brasil y Argentina, mientras que en México, con figuras como José Bolaños, Paul Leduc y Arturo Ripstein, el género fue retomado y socavado desde el interior a partir de una crítica profunda de los imaginarios nacionales, también en sintonía con las discusiones contemporáneas occidentales de la esfera política. Hacia fines de la década de 1960 y comienzos de la de 1970, la radicalidad estética convivió con la radicalidad política, en momentos en los que la lucha –armada o pacífica– por la revolución ocupaba un lugar central de las disputas intelectuales y artísticas. En este contexto de vanguardias múltiples, películas como O bandido da luz vermelha (1968), La hora de los hornos (1969), Invasión (1969), The Players vs. Ángeles caídos (1969), La primera carga al machete (1969), Yawar Mallku (1969), México, la revolución congelada (1973), La batalla de Chile (1975), entre otras llevaron el cine de Latinoamérica hasta sus formas más radicales, opuestas a la lógica de los géneros: “para los nuevos cines y para los cines políticos, los géneros eran, sin dudas, en mayor y menor grado, un modo estético del dominio ideológico” (Bernini, “Un cine latinoamericano”, 70). En contraste con los cines político-militantes argentinos que actuaron en la clandestinidad, a diferencia también del cinema do lixo anarquizante, que no esperaba nada de las instituciones, el nuevo cine mexicano se desarrolla con vínculos estrechos con las instituciones y los géneros, pero en una crítica corrosiva a lo estatal y un vaciamiento de los géneros desde el interior.

Tiempo de morir y El lugar sin límites (1977), proceden del mismo modo, por medio de los personajes estatuarios del western, en un caso, y del melodrama, en el otro, y es en ellos donde la crítica a los géneros se vuelve una crítica a la cultura mexicana y, en consecuencia, indirectamente, al Estado que la ha posibilitado y la ha sustentado”4.

Afiche de la película Yawar Mallku (Sanjinés, 1969)

En las décadas del 70 y del 80, los cines de Argentina, México y Brasil toman diversos senderos, en parte condicionados por los gobiernos dictatoriales (Brasil y Argentina), que promovieron comedias eróticas costumbristas (las películas de Olmedo y Porcel, en Argentina, la pornochanchanda en Brasil), pero que convivieron con películas experimentalistas marcadamente políticas, herederas, al menos parcialmente, del movimiento previo de renovación, como pueden ser A Idade da Terra (1980), de Glauber Rocha o Como era gostoso o meu francês (1971), de Nelson Pereira dos Santos. En México, en cambio, tras la época de oro, el Estado intentó el rescate de la producción nacional durante el gobierno de Luis Echeverría (1970-1976), impulsado por organismos públicos como Conacine y Conacite. Esto permitió la existencia de un espacio vital para que perdurara un cine de autor en cierta medida experimental, político y ligado a las producciones genéricas, tal como sucede con Canoa (1976), de Felipe Cazals, El castillo de la pureza (1972) y El lugar sin límites (1977), de Arturo Ripstin, Reed: México insurgente (1973) y Frida, naturaleza viva (1983), de Paul Leduc. A partir de la década de 1980, cuando el cine de luchadores estaba en marcado retroceso, emergieron con vigor las películas de bajo presupuesto realizadas directamente para VHS, con tramas de narcos, policías, o comedia erótica, como el cine de ficheras, que se multiplicaron en un marco en que la producción cinematográfica pasó a la iniciativa privada tras ser desmantelada la estructura estatal en el sexenio de López Portillo (1976-1982).

Por último, desde fines del siglo pasado, en el cine contemporáneo, esa relación de crítica y revisión, de confrontación y reflexividad, propiamente modernas, deviene en una nueva disposición que a la vez que hereda el paradigma moderno lo transforma. Los cineastas dialogan ahora con los géneros reforzando los procesos de hibridación y deconstrucción. A su vez, el cine contemporáneo ya no parece concebirse como nacional, pero menos aún como nacional latinoamericano. Por el contrario, a partir de la multiplicación de los medios y formas de acceso a las producciones audiovisuales de todo el mundo (cable, internet, plataformas, festivales, universidades, etcétera), el cine latinoamericano parece inscribirse en un proceso que habría que considerar en términos globales, al menos en primera instancia. Con este hecho, se vincula además el enorme éxito internacional de directores como Adrián Caetano, Lucrecia Martel, Damián Sifrón, Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro, Alejandro González Iñárritu, Fernando Meirelles y Walter Salles, entre muchos otros.

El film noir en América Latina

Entre los géneros que se desarrollaron en las cinematografías latinoamericanas, este dossier busca centrarse en el análisis del policial negro o film noir. Heredero de la novela policial negra, deudor del psicoanálisis y de la historieta, el film noir recibió, luego de la Segunda Guerra Mundial, la atención de la crítica francesa, que vio en este género un signo de los tiempos, en el que se podía percibir, entre otras cosas, los estragos de la guerra, la caída de los paradigmas ilustrados de la modernidad y la desintegración de los pilares y los supuestos fundamentales de la vida en común hasta ese entonces. La corrupción intrínseca de la sociedad retratada por el noir, la traición latente en todos los vínculos humanos, representan esa desintegración.

El halcón maltés (1941), de John Huston, sobre la célebre novela de Dashiell Hammett, es, según el ya canónico libro de Raymond Borde y Étienne Chaumeton5, la película con la que se inicia el film noir en cuanto género cinematográfico. Allí está el cambio en el papel de la mujer y el nuevo modelo del héroe. La mujer tiene el dinero y contrata.

Sam Spade: –We didn’t exactly believe your story, Miss O’Shaughnessy; we believed your two hundred dollars... I mean, you paid us more than if you’d been telling us the truth, and enough more to make it all right6.

Brigid O’Shaughnessy (Mary Astor) paga para mentir y que se tome esa mentira por verdad; paga para acomodar las cosas según su voluntad o necesidad. Además, la mujer ya es aquí un personaje fatal. Estos dos rasgos del personaje femenino, la actitud y el desempeño de acciones tradicionalmente “masculinas”, por un lado, la fatalidad, por el otro, son fundadores de la nueva heroína cinematográfica del noir –la cual, naturalmente, tiene numerosas predecesoras literarias y cinematográficas–. Asimismo, en Spade se concentra el componente fundamental del héroe del noir: la ambigüedad moral. En contraste con las películas policiales y criminales precedentes, que proponían un ideario moral perfectamente claro, una distinción tajante entre bien y mal lindante con el maniqueísmo melodramático, la ambigüedad moral es destacada por Borde y Chaumeton como una innovación del film noir, como uno de los elementos centrales que contribuye a la desorientación del espectador, que consuma “la vocación de la película negra” a “crear un malestar específico”7. Allí encontramos, además, la primacía del dinero respecto de la verdad, el trato del héroe hacia la mujer en idénticas condiciones (o casi) que hacia los hombres; y, formalmente, el diálogo mordaz como característica principal del género, que indica que el mundo entero de las relaciones ha cambiado, además de las muchas características formales del género que crearon una imagen novedosa, heredera en parte del cine alemán de preguerra.

Borde y Chaumeton caracterizaron así las diferencias entre el noir y el film de procedimiento policial (el police procedural), iniciando una serie de textos críticos y teóricos que analizaron el género en una labor que se continúa hasta la actualidad8. La forma cinematográfica que el cine negro propone se vincula así con la imagen moderna del cine, tanto desde un aspecto narrativo (personajes, trama) como formal, pues el género plasma una imagen muchas veces onírica, caracterizada por la puesta en crisis de las relaciones sensorio-motrices9. En consonancia con estas ideas, Paul Schrader caracterizó el noir como una nueva atmósfera de cinismo, pesimismo y oscuridad. Así, el noir no es considerado un género, sino una nueva narrativa y un nuevo imaginario, surgidos de la desilusión de posguerra y un ambiente de tensión (más que de acción), nostalgia y miedo al futuro.

El punto de vista del noir se aleja así de la mirada moralizadora del police procedural –que puede ser considerado, al menos parcialmente, la transposición genérica al cine de la novela de enigma–, con criminales odiosos, móviles egoístas y utilitarios y héroes intachables. Como indican Borde y Chaumeton, el police procedural muestra a los policías “como hombres íntegros, incorruptibles y valientes [...] el documental norteamericano es en realidad un documento a la gloria de la policía”10. La ambigüedad moral del noir anuncia entonces un nuevo tipo de héroe y, a la vez, la representación de un nuevo mundo. Esta perspectiva de una nueva realidad es la que caracteriza, para Norbert Grob, al film noir:

Film noir: esto implica inevitablemente un estilo y una atmósfera, pero además, en primer lugar, una determinada perspectiva del mundo, una perspectiva pesimista, cínica o nihilista. Las películas despliegan un universo de condenación, que está inmerso en un aura de inutilidad. Todo hacer, así como todo sentir y todo pensar, desembocan en catástrofes, pasos en falso o derrotas. Lo más familiar se vuelve ajeno, la luz, sombría y negra. Los sueños más bellos se transforman en pesadillas. Y por ninguna parte se ve una salida11.

En Latinoamérica, las propias condiciones industriales de producción cinematográfica, así como los desarrollos de los Estados y sociedades a la sombra del colonialismo económico y las oligarquías locales, llevaron a que, en los diferentes momentos históricos de las cinematografías nacionales, el noir haya recibido una atención destacada tanto de directores como de críticos. Así las industrias fusionaron elementos del género hollywoodense con retratos más o menos reconocibles de las condiciones locales, mientras que los nuevos cines latinoamericanos, con características particulares en cada lugar, utilizaron el género como un modo de mostrar aquello que veían como la disolución del mundo tal como se conocía hasta ese entonces. El interés, sin duda, continúa de manera muy pronunciada en las producciones audiovisuales contemporáneas.

1. Brasil

De las tres cinematografías que más tempranamente se desarrollaron en Latinoamérica, la brasileña es aquella en la que el noir tuvo menor relevancia dentro del sistema de géneros. No tuvo un desarrollo tan abundante ni una tradición tan consolidada como en Hollywood o Francia, ni siquiera como en Argentina o México, pero sí dejó huellas intensas y trazó un camino significativo en su historia del cine, con marcas estilísticas y narrativas, determinadas por la historia política, la modernización y la cultura urbana, así como la cultura popular brasileña tradicional. Los motivos narrativos y códigos estéticos (luces y sombras, ambientes urbanos, detectives, fatalismo, corrupción, crimen, deseo, ambigüedad moral) encontraron eco en la modernización de las ciudades brasileñas, especialmente en Río de Janeiro y São Paulo, que vivían un proceso acelerado de urbanización y violencia social. Estos elementos se encontraron con un trasfondo literario afín, la ficción policial y criminal, traducida y consumida intensamente, y la literatura urbana de autores locales como Rubem Fonseca, que en los 60 y 70 aportó un tono marcadamente noir a la literatura. Cuando en EE. UU. se consolidaba el film noir clásico, en Brasil los estudios de la Vera Cruz (São Paulo) y Atlântida (Río de Janeiro) incorporaron la iluminación de claroscuros, ambientes urbanos nocturnos, fatalismo y criminalidad, en películas como Amei um bicheiro (Jorge Ileli y Paulo Wanderley, 1953) o Na Senda do Crime (Flaminio Bollini Cerri, 1954). Los elementos del policial negro fueron adaptados al contexto carioca: el jogo do bicho, el submundo de la samba y las favelas. También aparecieron melodramas criminales con protagonistas femeninas ambiguas, mediadas por el arquetipo de la femme fatale hollywoodense, pero adaptadas a la moral y la cultura brasileñas.

Afiche de la película Amei um bicheiro (Jorge Ileli y Paulo Wanderley, 1953)

Con la irrupción del Cinema Novo, y la preeminencia de una crítica social y política y una mirada corrosiva de la sociedad brasileña, algunos directores tomaron el camino del noir. Un ejemplo temprano es O Assalto ao Trem Pagador (1962) de Roberto Farias, basada en un hecho real. De características radicalmente vanguardistas, también O Bandido da Luz Vermelha (1968), de Rogério Sganzerla, retoma la tradición del noir. Si bien es radicalmente experimental y rupturista, sigue siendo una crime story, de narración fragmentada y deudora del noir clase B.

Durante la dictadura militar (1964–1985), el noir fue un modo de filtrar la crítica política encubierta: la ciudad oscura, el héroe derrotado, la corrupción institucional. José Mojica Marins (O Estranho Mundo de Zé do Caixão, 1968) mezcló terror y noir en sus películas, con atmósferas de opresión y marginalidad. Directores como Carlos Reichenbach y otros del cine marginal incorporaron atmósferas de crimen, sexo y corrupción con estética cercana al noir. Mientras en Hollywood surgía el neo-noir, en Brasil se filmaron policiales urbanos de denuncia, cercanos al thriller político: O caso dos irmãos Naves (Luís Sérgio Person, 1967) o Lúcio Flávio, o passageiro da agonia (Hector Babenco, 1977).

Y ya a partir de la década del 90, muchos son los films que establecen diálogos de diversa índole y diferente intensidad con el noir, entre ellos A grande arte (1991) de Walter Salles, adaptación de Fonseca; Cidade de Deus (2002) de Fernando Meirelles y Kátia Lund, Carandiru (2003), de Hector Babenco, O Invasor (2001) de Beto Brant, O homem do ano (2003), de José Henrique Fonseca, O cheiro do ralo (2006), de Heitor Dhalia, Tropa de Elite y Tropa de Elite 2 (2007 y 2010), de José Padilha.

2. México

El cine negro en México tiene lugar tardíamente. Si en Estados Unidos nace durante la Segunda Guerra Mundial, su homónimo mexicano será una breve corriente de posguerra. De hecho, podríamos ubicar este “diálogo estilístico” entre 1946 y 1955, cuando tiene lugar una producción de melodrama criminal confeccionado con el tono opresivo y nostálgico, con el estilo visual y elementos iconográficos asimilados de Hollywood.

Para llegar a esta coyuntura tuvieron que encontrarse patrones estéticos, núcleos temáticos, modelos genéricos y varias tradiciones que le precedían. Pero sobre todo fue necesaria la articulación entre un hecho industrial y uno sociocultural. Por una parte, es el momento en que el país había alcanzado el clímax de la cadena de producción o, como prefieren llamarle, su Época de oro; por otra, se experimenta un cambio de sensibilidad de una sociedad moderna que comienza a ser más urbana y cosmopolita, regida por primera vez en la historia por un presidente civil (Miguel Alemán Valdés) que apostaba a la idea o ilusión de progreso, bienestar, industrialización y modernización en el campo económico, político, social y cultural.

Como síntoma de un malestar en el sujeto moderno, algunos cineastas comenzaron a oscurecer sus melodramas criminales contextualizados en la gran ciudad. Los melodramas rurales disminuían poco a poco y las producciones en contextos urbanos iban a la alza. El nacionalismo cultural, que enarbolaba al “indio” y al “charro” como íconos de la mexicanidad, comenzaba a desgastarse y daban paso a otros sujetos modernos que miraban al futuro, irónicamente, con un halo de nostalgia por el pasado. Posiblemente un pasado reciente derivado de la esperanza planteada al fin de la Revolución de 1910, cuando el país alcanzaba una relativa estabilidad tras el caos de la revuelta. Quizá su mayor representación contemporánea sea El automóvil gris (Enrique Rosas, 1919).

A partir de entonces surgiría una vena de cine criminal tendida entre la vanguardia y el género durante los años veinte y treinta con títulos como El puño de hierro (Gabriel García, 1927) que aborda el tema de las drogas, Dos monjes (Bustillo Oro, 1934) era un ensayo fiel al estilo del expresionismo alemán, y otra cinta vanguardista, La mancha de sangre (Adolfo Best Maugard, 1937), que de alguna manera inauguraría el cine de cabaret. Sin embargo, quizá el antecedente más directo del cine negro mexicano sería Mientras México duerme (Alejandro Galindo, 1938), que, para tratar temas de drogas y tráfico, repasa la nota roja y el género de gangster de la Warner Brothers, pero con un toque cultural que rescata el habla y los espacios frecuentados por los ampones del momento.

Una vez fundada la industria cinematográfica en 1936, tras el éxito trasnacional de Allá en el Rancho Grande (Fernando de Fuentes), le siguió la era dorada en la que apareció Distinto amanecer (Julio Bracho, 1943), donde se integraba, con estrategias expresivas más afinadas, el dispositivo del melodrama con un suspenso narrativo cualitativa y cuantitativamente superior al de sus predecesoras. Por primera vez entraban en pugna las instituciones asentadas tras la Revolución, y se exponía la corrupción gubernamental frente a la visión idealista de los sindicatos de trabajadores y sus líderes. Esta obra podría ser el eslabón que une el cine criminal de las décadas anteriores con el cine negro de posguerra.

Fotograma de la película La mancha de sangre (Adolfo Best Maugard, 1937)

La devoradora (Fernando de Fuentes, 1946) y Que Dios me perdone (Tito Davison, 1947) parecen ser las obras que oscurecen el melodrama criminal con el estilo y el tono del film noir, con la mujer fatal cosmopolita a veces inmoral al uso y costumbre del noir, a veces más apegada a la moral social del melodrama aleccionador. Sin embargo, la obra inaugural del noir mexicano es sin duda La otra (1946), de Roberto Gavaldón, quien sería el director más osado que reinventó las leyes del melo para integrarlas al modelo del noir. De ahí en adelante sus obras La diosa arrodillada (1947), En la palma de tu mano (1950) y La noche avanza (1951), entre otras como El niño y la niebla (1953), serán las más representativas de la corriente mexicana.

Los años cincuenta fueron prolíficos en cuanto al cine criminal. El Suavecito (Fernando Méndez, 1950) puede considerarse como la obra maestra del cine negro mexicano, tendencia que verá los últimos estragos en el primer lustro con el metafórico título de Donde el círculo termina (Alfredo B. Crevenna, 1955). Aproximadamente se realizaron unas 110 películas de cine criminal entre 1946 y 1955. Sin embargo, sólo una cuarta parte de la producción podría considerarse que cuenta con los elementos visuales, iconográficos, temáticos, narrativos y de puesta en escena del film noir, pero recuperando un bagaje cultural propio. Con todo, por contada que sea la filmografía, es suficiente para proyectar el poder de fascinación que tiene el cine negro tanto en éste como en muchos de los países de Latinoamérica.

3. Argentina

En Argentina, con sus primeras manifestaciones ensayadas a mediados de la década de 1930 (Monte criollo, 1935 y Palermo, 1937, ambas de Arturo S. Mom) y fundamentalmente a inicios de los años cuarenta, el cine negro compuso un discurso audiovisual que articuló influencias foráneas con determinantes temáticos, narrativos, estéticos y formales locales y sigue brindando exponentes destacados hasta la actualidad. En sus orígenes, los motivos y procedimientos formalmente próximos al film noir —iluminación en claroscuro, urbanidad nocturna, personajes moralmente ambiguos— emergieron a partir de la circulación de realizadores argentinos y europeos que exploraron modelos hollywoodenses y europeos a los fines de elevar la calidad de la producción cinematográfica argentina. En ese contexto, autores como Daniel Tinayre, Luis Saslavsky, Pierre Chenal, Román Viñoly Barreto y Carlos Hugo Christensen configuraron en este período un repertorio –en ocasiones originado en adaptaciones literarias– en el que el melodrama y la trama criminal convergen. Así, nacen obras como A sangre fría (Daniel Tinayre, 1947), Danza del fuego (Daniel Tinayre, 1949), El crimen de Oribe (Leopoldo Torres Ríos y Leopoldo Torre Nilsson, 1950), No abras nunca esa puerta (Carlos Hugo Christensen, 1952) y La bestia debe morir (Román Viñoly Barreto, 1952), que autores como Mabel Tassara12, Román Setton13 y Fernando Martín Peña14 reconocen como fundamentales para la emergencia del noir local.

Durante la década de 1950, en el marco del gobierno peronista, cobra mayor relevancia la presencia del Estado en los films del género. De esa manera, se puede apreciar la aparición de instituciones y políticas gubernamentales en el desarrollo de las tramas, en obras que insertan a sus protagonistas en espacios de encierro –como en Deshonra (Daniel Tinayre, 1952) y La encrucijada (Leopoldo Torres Ríos, 1952)– o ponen de relieve la labor de los miembros de las fuerzas de seguridad en films que se hibridan con el police procedural, como en Apenas un delincuente (Hugo Fregonese, 1949), Captura recomendada (Don Napy, 1950) y La delatora (Kurt Land, 1955). Asimismo, también alcanza protagonismo el trajín de la vida urbana en películas como Barrio gris (Mario Soffici, 1955) y Ensayo final (Mario C. Lugones, 1955): la ciudad porteña se transforma en un escenario simbólico de desmoronamiento y deseo, mientras la narración explora estructuras temporales fragmentadas y focalizaciones psicológicas que remiten al noir, pero articuladas con tradiciones melodramáticas locales.

Los años sesenta dan lugar a una renovación temática, estilística y de modos de producción, que recibió el rótulo de “Generación del 60”. Esta reconfiguración del ámbito cinematográfico sin una coordinación general ni una estética o política artística común, pero con afinidades estéticas y temáticas supo comprender la capacidad del noir como marco semántico-sintáctico para renovar la imagen cinematográfica y destacar la desilusión contemporánea, ligada a la imposibilidad de construir una alternativa para el desarrollo del país. En este sentido, el cine de ese período retrató la descomposición general de la sociedad y la corrupción acabada de los vínculos humanos. En Alias Gardelito (Lautaro Murúa, 1961) y Los venerables todos (Manuel Antín, 1962), los protagonistas se sumergen en un entramado de vínculos degradados hechos de traiciones, abusos y superficialidad. En ese tejido de relaciones endebles quedan atrapados en una incertidumbre total acerca de los móviles y los fines que persiguen. La década del sesenta finaliza con una obra –Invasión de Hugo Santiago (1969)– que recupera aspectos del cine negro clásico en conjunto con las exploraciones estéticas y narrativas provenientes de la literatura de Jorge Luis Borges.

Fotograma de la película Alias Gardelito (Murúa, 1961)

Los años setenta y principios de los ochenta exhiben una doble dinámica: hasta mediados de los setenta, elementos del noir clásico aparecen en un prolífico ciclo de cine de gangsters, a menudo recurriendo a relatos históricos o biográficos del delito, como en La maffia (Leopoldo Torre Nilsson, 1972), Paño verde (Mario David, 1973) y La malavida (Hugo Fregonese, 1973). Más adelante, con el advenimiento de la última dictadura cívico-militar (1976–1983), la producción y la circulación de películas fue condicionada por la represión y la persecución ideológica. En ese contexto emergieron obras que, más que denunciar de manera deliberada los hechos contemporáneos, cristalizaron la atmósfera de amenazas, vigilancia y ambigüedad moral del noir. La trilogía de Adolfo Aristarain –La parte del león (1978), Tiempo de revancha (1981) y Últimos días de la víctima (1982)– junto con El agujero en la pared (David José Kohon, 1982) y Sentimental (réquiem para un amigo) (Sergio Renán, 1982) exploran el tejido de la sociedad roto por la irrupción autoritaria a través de una perspectiva noire. En este período cobra especial relevancia la relación entre representación de la violencia y contexto político: la inestabilidad social y el ascenso de formas represivas moldearon los imaginarios criminales que el cine produjo y difundió.

Fotograma de la película Noches sin lunas ni soles (José Martínez Suárez, 1984)

Con la restitución democrática en la década de 1980 se desarrolló una producción que continuó la renovación del cine negro de Aristarain en películas dirigidas por Juan Carlos Desanzo –El desquite (1983), En retirada (1984), La búsqueda (1985)–, Noches sin lunas ni soles (José Martínez Suárez, 1984) y Lo que vendrá (Gustavo Mosquera R., 1988). Casi en simultáneo, se desarrolló un cine con menores costos, que incorporó rasgos del exploitation y del cine clase B, entre ellas Seguridad personal (Aníbal Di Salvo, 1986), Correccional de mujeres (Emilio Vieyra, 1986), Sin escape (Joel Silberg, 1987), Gracias por los servicios (Roberto Maiocco, 1988) y Bésame mortalmente (Guillermo Fernandino y Luis Gutmann, 1990). En los años noventa, con la nueva ley de cine promulgada en 1994 y el advenimiento de un nuevo grupo de realizadores jóvenes, que la crítica bautizó con el nombre de Nuevo Cine Argentino, algunas películas adoptaron elementos del cine negro en la construcción de sus relatos –Rapado (Martín Rejtman, 1996), Pizza, birra, faso (Adrián Caetano y Bruno Stagnaro, 1998), Nueve reinas (Fabián Bielinsky, 2000), El bonaerense (Pablo Trapero, 2002), Bolivia y Un oso rojo (Adrián Caetano, 2002)–, entre otras muchas. En las dos décadas siguientes la perspectiva noire fue explorada en films que gozaron de éxito crítico y comercial –El aura (Fabián Bielinsky, 2005), El asaltante (Pablo Fendrik, 2007), Carancho (Pablo Trapro, 2010), El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009), El clan (Pablo Trapero, 2015), El otro hermano (Adrián Caetano, 2017), y Rojo (Benjamín Naishtat, 2018), El ángel (Luis Ortega, 2018), entre muchísimas otras,– y que demuestran la pervivencia de este género en la producción cinematográfica argentina hasta estos días. Junto con este desarrollo, primero la televisión y después las plataformas multiplicaron también las series criminales y, de diferente manera, retomaron la tradición del film noir.

En síntesis, entre sus orígenes y hasta la actualidad el cine negro argentino exhibe una continuidad en sus motivos y desarrollos –un componente melodramático, la ambigüedad moral de las figuras de los jefes, los representantes del Estado y la política, sumados a la violencia y la vida en la ciudad como amenaza al orden establecido—. A la vez, las mutaciones a lo largo de la historia fueron condicionadas por procesos locales: las industrias culturales, la intervención estatal, la modernización estética, la situación económica y la represión gubernamental. Así, en Argentina, el noir logró retratar y configurar las diferentes configuraciones sociales y político-económicas, a través de la articulación entre las tradiciones genéricas globales y determinantes vernáculos.

El dossier

Este dossier reúne artículos de investigación acerca del tratamiento y desarrollo del film noir en el cine latinoamericano, tanto desde una perspectiva histórica, como a partir de análisis concretos de producciones específicas, o desde perspectivas interdisciplinares o intermediales. Los artículos abarcan producciones únicamente de las dos cinematografías más importantes del género dentro de la región: Argentina y México.

En “Los grandes subversivos del melonoir mexicano. El caso del “cinturita” de arrabal”, Álvaro A. Fernández analiza un tipo de personaje característico, el “cinturita” (vividor y exhibicionista que rondaba por los cabarets de la capital mexicana), del melonoir mexicano, género compuesto por elementos del melodrama y del film noir norteamericano. Para llegar al análisis del “cinturita”, Fernández analiza primero los procesos de identificación a los que el cine contribuye creando imágenes que condensan ciertos valores reconocibles en la sociedad mexicana y que le permiten al espectador empatizar con personajes “negativos”. En segundo lugar, indaga en la construcción de la tipicidad o personajes-tipo, es decir aquel que “revela en sus rasgos individuales, los problemas generales de la época”15. Estos dos primeros puntos de análisis llevan al tercer punto, que es la necesidad de observar qué miembros del star system interpretan a los personajes. El autor se centra en las figuras de Víctor Parra –El Suavecito (Fernando Méndez, 1951) y Ángeles de arrabal (Raúl de Anda, 1949)– y Rodolfo Acosta, quien protagonizó Salón México (Emilio Indio Fernández, 1949), Sensualidad (Alberto Gout, 1950) y Víctimas del pecado (Emilio Indio Fernández, 1949). El artículo es una reflexión sobre “los rostros e íconos en los que se materializaba el crimen” del melonoir mexicano16.

Fotograma de la película Cadena perpetua (Arturo Ripstein, 1979)

En “Cadena perpetua de Arturo Ripstein: Un Tarzán degenerado en un noir buñueliano”, Manoel Hayne analiza el film de Ripstein como paradigma del noir latinoamericano moderno. El autor argumenta que la película presenta influencias del naturalismo de Buñuel, y se apropia y subvierte el género noir (por ejemplo, la conversión de la femme fatale en un homme fatal con el personaje de Tarzán Lira) para realizar una representación de los problemas del Estado posrevolucionario mexicano a través de una crítica profunda a los modelos de masculinidad hegemónicos. Según el autor, la novedad de Ripstein consiste en que, a “diferencia de otros cines modernos latinoamericanos que rechazaban los géneros como forma de crítica, Ripstein los emplea como espejos deformantes”17. De este modo, realiza una crítica social que retrata la frustración ante cambios que no se realizan y la repetición de fracasos: “Cadena perpetua trasciende el noir para convertirse en una parábola universal sobre la condición humana atrapada entre la repetición y la conciencia de su propio fracaso”18.

En “Hacia un horizonte negro. Ceniza al viento, una película de transición”, Martina Guevara analiza el film de Luis Saslavsky (1942) como una producción de transición en el proceso de introducción del noir en la cinematografía argentina. A través de procedimientos y motivos que en esos años se podían adjudicar al film noir –“las desigualdades sociales, las traiciones, la femme fatal, la corrupción, el pasado melodramático, el azar, la importancia del dinero en el desarrollo de la trama, el juego de luces y sombras”19–, la película retrata la descomposición social de una época por causa del dinero y las transacciones comerciales que corroen lo verdaderamente valioso: la “ética, el arte y el amor”20.

Daniel Giacomelli postula en “‘Hay una muerte que nos une’. A sangre fría y los orígenes del cine negro argentino”, que la película de Daniel Tinayre es el primer film noir argentino. Para establecer esto, el autor argumenta que entre los años 1941 y 1945 una serie de películas fueron incorporando paulatinamente una serie de procedimientos del noir que terminan de cristalizar en el film de Tinayre. Analiza las obras de Saslavsky, Chenal y el propio Tinayre, en las que, como en todo el cine policial argentino de la época clásica industrial, hay presencia de “matrices genéricas importadas de la industria estadounidense, […] la cinematografía francesa de los años treinta, y […] los determinantes propios de una industria cultural cuyas tradiciones folletinescas, tangueras, criollistas y melodramáticas fueron de gran preeminencia”21. Giacomelli describe minuciosamente un corpus de películas durante la primera mitad de la década de 1940, cuyos argumentos van desde un tratamiento moralizante a través del melodrama hasta el pesimismo que prepara al cine de temática criminal para entrar a una estética noir. Esto último se ve de manera más lograda en A sangre fría donde confluyen elementos nuevos como la influencia del hard-boiled, la presencia del Estado, una prensa cinematográfica exigente y los modelos del cine de Hollywood.

Fotografía de difusión de la película La muerte camina en la lluvia (Christensen, 1948)

En “Género y modernidad en La muerte camina en la lluvia, de Carlos Hugo Christensen”, Natalia Fernández Crisorio analiza, a partir de conceptos de Gilles Deleuze, la película de Carlos Hugo Christensen como una confluencia entre cine moderno y film noir. La película se acerca al universo irracional y violento del noir, pero también mantiene “la necesidad de aún seguir delineando un mundo en el cual triunfe finalmente la moral o la legalidad”22. La ambigüedad moral y la sociedad en decadencia, propias del noir, pero también la parodia (sobre todo a partir de la autorreferencia) alejan a este film de Christensen de lo que Deleuze llama la imagen-movimiento y lo acercan a la imagen-tiempo, su modo de nombrar al cine moderno.

En “La noche se pliega: Culpable, un noir barroco”, Santiago Mariñas Pequeño presenta un análisis a partir de abundante bibliografía teórica (Altman, Borde y Chaumeton, y Sarduy, entre otros). Sostiene que la película de Hugo Del Carril es un film noir de estética barroca (hibridación de géneros, por ejemplo) que rompe con el lenguaje cinematográfico previo (al igual que muchas películas de los años 60). A su vez, sostiene, conserva elementos del género y lleva a cabo una renovación de ciertos tópicos del policial, en contraste con las películas de los 40 y 50: por ejemplo, el desplazamiento de las fuerzas policiales a un segundo plano, que no era lo común en el policial durante el peronismo. Del Carril se había formado y trabajado en el cine industrial nacional y había transitado todos sus géneros. Sin embargo, esta película es la “única incursión del director en el género policial”23. “A diferencia de los cineastas de la Generación del 60, que hicieron un uso crítico del género, vaciando y desarmando sus rasgos textuales, logrando imponer su estilo autoral en el marco del cine moderno. Hugo Del Carril retorna y se aferra a la matriz genérica como forma de seguir desarrollando un cine popular”24.

Fotograma de la película Con gusto a rabia (Ayala, 1965)

En, “Un noir periodístico: cine y prensa en Con gusto a rabia (Ayala, 1965)”, Felipe Méndez Casariego trabaja el cine sobre crímenes posterior al período clásico industrial (1933-1956). Se centra en la película y su relación con el tratamiento de los crímenes por parte de la prensa gráfica. La comparación se da a partir de la relación que se construye en ambos medios entre juventud, violencia y política. El autor analiza la película ubicándola primeramente en un contexto en el que existía la práctica del traslado al cine de casos policiales aparecidos en la prensa. Así, en esta película aparece el asalto al Policlínico Bancario del 29 de agosto de 1963 por parte del Movimiento Nacionalista Tacuara. La argumentación demuestra que, si bien el hecho tenía una razón política, tanto la prensa como la película lo muestran como un evento puramente delictivo. El hecho de que los guionistas de la película de Fernando Ayala fueran también periodistas (Luis Picó Estrada, Carlos Itzcovich y Sara Gallardo) refuerza la conexión. Con gusto a rabia es así un ejemplo de una forma usual de tratar la representación del crimen en la época tanto en la prensa como en el cine: “mediante el empleo de ciertos códigos del film noir, estas películas participaron a la par de la prensa de la construcción de los jóvenes guerrilleros como individuos desideologizados, violentos y psicológicamente inestables capaces de provocar terror en la sociedad”25.

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1 Ver Aguilar, “La generación del sesenta”; Tranchini, “El cine argentino”; Bernini, “Un cine latinoamericano”, “La transposición política”, y “Tres imaginarios para el cine”; Camponónico, Trincheras de celuloide; Xavier, Alegorias do Subdesenvolvimento, O Cinema Brasileiro Moderno y O Olhar e a Cena; Burton, Cine y cambio social; Ayala Blanco, La aventura del cine mexicano y La búsqueda del cine mexicano; García Riera, Breve historia cine mexicano.

2 Ver Camponónico, Trincheras de celuloide; García Riera, Breve historia cine mexicano; Bernini, “Un cine latinoamericano” ; Kriger, Cine y peronismo y Cine y propaganda;Xavier, O Olhar e a Cena.

3 Bernini, “Un cine latinoamericano”, 69.

4 Ibid., 96.

5 Borde y Chaumeton, Panorama del cine negro.

6 Huston, The Maltese Falcon.

7 Borde y Chaumeton, Panorama del cine negro, 20.

8 Chabrol, “Evolution du film policier”; Damico, “Film noir: modest proposal”; Simsolo, El cine negro; Esquenazi, El film noir; Kaplan, “Introduction to New Edition”; Gledhill, “Klute 1: Contemporary Film Noir”.

9 Deleuze, La imagen-movimiento y La imagen-tiempo.

10 Borde y Chaumeton, Panorama del cine negro, 15.

11 Grob, Filmgenres. Film noir, 9.

12 Tassara, “El policial”.

13 Setton, “Luis Saslavsky, director y novelista” y “Caracterización del cine policial argentino”.

14 Peña, Cine argentino.

15 Fernández Reyes, “Grandes subversivos noir mexicano”, 30.

16 Ibid., 41.

17 Hayne, “Cadena perpetua de Arturo Ripstein”, 154.

18 Ibid., 171.

19 Guevara, “Hacia un horizonte negro”, 23.

20 Ibid., 23.

21 Giacomelli, “‘Hay una muerte que nos une’”, 50.

22 Fernández Crisorio, “Género y modernidad”, 77.

23 Mariñas Pequeño, “La noche se pliega”, 115.

24 Ibid., 123.

25 Méndez Casariego, “Un noir periodístico”, 129.

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